jueves, enero 04, 2007

Mar del Plata on fire

Marta se abanica con el crucigrama. Jorge le pasa un mate a la gorda que lo chupa con una intensidad descomunal, lo revuelve como si fuese una cacerola y se lo devuelve a Jorge. Jorge mira el mate con cara de asco. La superpoblación de sombrillas hace imposible una mirada virgen del mar y de los hijos de Jorge y Marta, que seguramente andan robando churros entre las sombrillas vecinas o metiéndose en el mar, mientras nadan entre pañales y pedazos de barbitúricos utilizados por los jóvenes la noche anterior para inyectarse. Porque a la noche, los pibes después de chuparse unas cuantas birras, se meten en la playa todos drogados (y cuando digo todos, es todos, desde la puntita de los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza) y dejan toda esa mierda en la Bristol. Cuando amanece son los tipos que juntan la basura los que tienen que arrastrarlos hasta la rambla. Con eso pierden toda la mañana, de las seis a las ocho, porque a las ocho ya vienen los guardavidas y las señoras mayores que empiezan a aparecer con las sombrillas, la canasta con el mate, las galletitas de arroz, los sobrecitos de mermelada que se roban del hotel y un taper con lo que sobró de la comida de ayer en ese restoran tan paquete. Son ellas las que divisan a los jovencitos tirados en la rambla, todos drogados. Los pendejos esos se besan entre ellos, hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres, les da lo mismo dice el churrero mientras le vende media docena de bola de fraile a una pareja de ancianitos que le contaban que habían visto a dos pibes teniendo relaciones en la escollera. El Ricardo estaba escuchando al Baby y estaba meta sacar pescados cuando nos dimos cuenta que a tres piedras de nosotros una chica estaba dale que dale con un flaquito, nos reímos, mira el pibito, con la cara de boludo que tenía. El churrero agarró los $2,50 de la vieja, le hizo una sonrisa complaciente y siguió su camino. La gitana lo choca, lo mira fijo y le dice ia va a ver vó, una maldició va a caé sobre vó, no esperé ni un día eh y sale puteando en un idioma que ni su madre entiende. El churrero también la putea porque la tradición nacional lo amerita. Vieja de mierda, hablame en castellano si te la bancas, forra. La concheta que se estaba poniendo Hawaian Tropic en las piernas mira al churrero con cara de culo y le dice al novio, un negro pijón que no tiene donde caerse muerto, que le pase la pantalla solar por la espalda. Julito, no vengamos más a esta playa, yo te dije que iba a ser una negrada. Julio termina de pasarle el bronceador por la espalda, le da un beso en la boca y mira el orto de una veterana. La veterana se da cuenta, porque toda vieja medio turra va a la playa con bikini para levantarse pendejos o viejos que están más para el arpa que para la guitarra. ¿La viste Pili? ¡cómo se mantiene la vieja!. ¿Qué vieja? Pregunta Pili y pasa de hoja la Viva. No, dejá, dejá. Y el negro pijón sale corriendo hacia el mar para enfriarse un poco con la costa atlántica. En eso ve una figura chiquita que corta el horizonte pero no le da bola porque tiene otras prioridades como encontrar a la veterana y hecharse un meo. Cuando está en la parte más placentera del meo, en ese momento donde se siente que el líquido calentito se junta con el agua helada del mar, algo le golpea en las piernas. Un pibito de unos ocho o nueve años. Bien boludo te tragaste toda mi meada. El pibe sale corriendo de vuelta contra las olas y de nuevo se choca contra otra persona o con otros pibes. Los pendejos conforman una bola de niños casi ahogados y frenéticos que una y otra vez vuelven a hacer lo mismo sin importarles los meos, los pañales, las jeringas, los papeles de alfajor ni nada. Los pibes de la playa son una secta maquiavélica de niños histéricos que corren entre las sombrillas, golpean a los ancianos, llenan de arena a las cincuentonas que quieren broncearse para disimular las estrías, pegándoles la arena en el factor 40 que las señoras utilizan para que no se le hagan manchas en la piel. Son los pibitos los que se pierden y es el boludo del guardavidas el que tiene que subirlos a los hombros y hacer aplaudir a dos o tres nabos que siempre los hay para que el pendejo de mierda deje de llorar porque estuvo una hora dando vueltas entre las sombrillas en un estado de éxtasis sobrehumano. Pero los momentos importantes del guardavidas, cuando él tiene que mostrarse como el cuidador y regulador de esa democracia veraniega, es en el momento del salvataje. El guardavidas está parado en su garita y de ahí maneja la playa: los chicos que se pierden, los ahogados, flaco dónde hay un baño, sabes dónde puedo sacar para el agua caliente. El guardavidas todo lo sabe y todo lo ve y, como un buen presidente, reconoce que el despotismo sería inútil y contraproducente para su gestión. Pensando en estas cosas estaba Rodrigo, quizá por el aburrimiento de estar desde las ocho sentado en esa silla, quizá porque el calor ya le estaba quemando las dos neuronas que le quedaban después de haberse metido tantas anfetas en su época de gimnasio, cuando ve que en el horizonte había unos cinco o seis puntitos. Llama a un pibe, lo hace subir y le pregunta si él estaba flasheando o qué. El pibe le dice que no, que había unos cuantos puntitos en el horizonte. Deben ser de la marina, no te hagas drama y lo baja porque el pibe ya se ponía insoportable.